sábado, 27 de abril de 2013

Mora, el bullynerd.

"Bullying", imagen de Chesi.
Licencia CC.
    Cuando cursaba mis primeros años de secundaria, a finales de la lejana década de 1980, no se hablaba de matoneo escolar, ni sucedían casos tan tristes como los que hoy registran (con la consabida dosis de amarillismo) nuestros periódicos y noticieros. Pero desde que hay colegios ha habido bravucones y a mí me tocó padecer a uno de los más particulares, una combinación de bravucón y empollón, lo que hoy en día llamaríamos un bully-nerd (¡ese maldito resabio de utilizar palabras inglesas cuando existen equivalentes en castellano!).

    La historia que les voy a contar es real pero, obviamente, es solamente mi versión de la historia.  Siguiendo la tradición escolar me referiré al bravucón por su apellido, Mora.  En parte para proteger su identidad y en parte porque revelar que su nombre de pila es Mario realmente no le aporta nada al relato.

    Conocí a Mora cuando llegué al colegio Champagnat a cursar grado sexto. Él era un tipo bastante más alto que el promedio, de cara larga, mentón pronunciado, ojos negros y manos grandes.  Cuenta la leyenda que Mora había perdido algún año de primaria (cuarto o quinto, nunca lo supe), pero él negaba categóricamente ese hecho, y le enfurecía siquiera que lo insinuaran en su presencia.  Mi vecino de al lado, que estudiaba en el mismo colegio e iba un año adelante de mí, recordaba haber sido compañero de Mora en  primer año de primaria y este dato confirmaba la leyenda del año perdido.  Mora tenía entre los profesores del colegio la fama de ser un buen estudiante aunque a los demás estudiantes nos parecía más bien un "comelibros" con muy buena memoria y una dedicación al estudio que era realmente admirable.

Escudo del gloriosísimo
Instituto Champagnat.
    Yo era el estudiante promedio, no muy alto, no muy flaco, no muy  malo para el estudio pero tampoco un estudiante sobresaliente (ese cargo en mi familia lo ha ocupado siempre mi hermano mayor).  Durante el grado sexto no tuve mucha ocasión de interactuar con Mora porque no formaba parte de mi grupo cercano, pero sí pude constatar que era muy dedicado y que realmente se molestaba cuando no obtenía el primer puesto del salón en cada entrega de calificaciones.

    No conocí la otra cara de Mora, la de matón, hasta que ingresamos a grado séptimo.  Por una especie de karma escolar los queridísimos hermanos maristas hacían que los grupos pasaran casi iguales de un año a otro, así que uno se hacía a la idea de ver las mismas 34 o 35 caras hasta la graduación.  Entonces, Mora y yo éramos nuevamente compañeros y él comenzó a percibirme como amenaza porque mi rendimiento escolar era bueno y gozaba de cierto aprecio entre los profesores.

    Un día, en clase de español, mientras preparábamos en grupos de 4 estudiantes unas pequeñas obras de teatro inventadas por nosotros mismos, uno de mis compañeros de otro grupo se acercó a mí y me pidió que participara como extra en su obra, "nacido para sufrir", en la que yo interpretaría el papel del abuelo del protagonista, un muchacho que debía afrontar durísimas condiciones en su vida y que sólo en el viejo encontraba palabras de consuelo y apoyo en su desgracias.  Siempre me gustó actuar, así que acepté de inmediato.  Minutos antes de comenzar la obra, ya en el salón de clase, tuve la oportunidad de conocer al elenco, entre quienes destacaba Mora, nada más y nada menos que el protagonista, el nacido para sufrir, que estaba muy molesto porque me habían escogido a mí para el papel de su abuelo.

Theatre. de Torn Magliery.
Licencia CC.
    Las nubes de tormenta se formaron cuando comenzó la obra, porque el nacido para sufrir llegó donde su abuelo a contarle las desdichas de su vida y el viejito, en lugar de brindarle las palabras de consuelo que tanto necesitaba, comenzó un incontrolable ataque de risa nerviosa, que rápidamente contagió a buena parte del curso, con la segura excepción de Mora y del profesor de español, quien ordenó que se detuviera la obra, con la consecuente mala calificación para el grupo.

    La obra de mi grupo había sido una tragicomedia que narraba las peripecias de Gerundio Pataquiva, un analfabeta que trataba de conseguir empleo.  Su estilo desenfadado e hilarante, con un toque de crítica social, gustó mucho entre los asistentes y mereció una felicitación y una buena nota de parte del profesor.  Así que ya se imaginarán ustedes la bronca que tenía Mora porque yo, que había hecho tan bien el papel de Gerundio, había arruinado su protagónico y le había causado una mala calificación.  Ese día quedé inscrito en la lista de sus enemigos y pude disfrutar de su mala cara y de uno que otro empujón cada vez que me cruzaba en su camino.

    Días después, mientras disfrutábamos del recreo, cometí un error de esos que sólo cometo yo: me puse a jugar fútbol.  No es que yo fuera malo para el fútbol, pues el profesor de educación física, Lalo Granja, siempre me dijo que tenía madera para ese deporte.  Recuerdo que en los entrenamientos me gritaba: "¡Tronco! ¡Este man es mucho tronco! ¡Troncazo!". 

Papitas, como las que tenía Mora.
De Steven de Polo. Licencia CC.
    Estaba ingresando al área contraria por la zona derecha, y al recibir un pase magistral de Guevara, tenía frente a mí al arquero, diminuto preadolescente dentro del enorme arco de la cancha, y pateé un riflazo de zurda con una comba imposible de atajar.  Imposible, porque el balón se desvió hacia la derecha y pasó a poco más de un metro del arco, estrellándose contra un paquete de papas a la francesa con salsa de tomate que alguien tenía en la mano mientras observaba el juego.  Las papitas salieron volando del paquete recién comprado y cayeron al suelo, húmedo todavía por las lluvias de temporada, así que quedaron "en pérdida total" como dicen ahora en los accidentes de tránsito.

    Mis ojos, y los de mis compañeros, siguieron la trayectoria del balón, luego la de las papitas voladoras, y finalmente se posaron en la furibunda mirada del propietario del malogrado refrigerio... ¡era Mora!  Esta vez yo estaba entre los que no reían; obviamente, Mora tampoco estaba muy divertido con todo el asunto. A prudente distancia ofrecí mis disculpas y hasta propuse comprarle unas papitas para reponer las que había tirado al suelo con mi remate de francotirador.  Sus ojos inyectados de sangre y su ceño fruncido fueron la única respuesta que recibí.  Había firmado mi sentencia con una papita a la francesa como pluma, y con salsa de tomate como tinta.  Si había una forma de salvarse de esa, yo no la conocía, ni la conozco.

    Terminada la jornada escolar, los alumnos se iban a sus casas, a excepción de algunos que formábamos parte del club de Karate del colegio.  Me imagino que estarán pensando ustedes "¿practicaba Karate y le tenía miedo a Mora?".  Pues sí, sí le tenía miedo... recuerden que Mora era mucho más grande que yo.  Además esto era la vida real, no la película de Karate Kid.

    Esa tarde, luego de las clases, estaba en el salón, alistando mis cosas para la práctica cuando apareció Mora y me dijo algo así como que ahora no tenía cómo escaparme, y comenzó a avanzar hacia mí. Arrinconado, sin salida, no tenía otra opción que enfrentar el destino.  Era una situación de esas en las que "hay que vencer o ganar", como diría Javier Krahe.  Si me iba a dar la paliza de mi vida, tampoco estaba yo dispuesto a vender barato mi pellejo.  Uno que otro golpe tendría que dar si estaba sentenciado a recibir muchos.

Sensei Carlos Mario McEwen.
En el recuadro rojo, yo.  1986.
    Cuando Mora estaba a punto de darme el primer golpe, y yo a punto de cerrar los ojos y lanzar el mío, escuchamos una voz que, desde la puerta, decía: "Giovanni, no puedo creer que sólo haya llegado usted".  Se sabe bien que pocas cosas hay que detengan el ataque de un bravucón, y entre ellas está la voz de un adulto.  Y si ese adulto es Carlos Mario McEwen, hermano marista, y mi maestro de artes marciales, tanto mejor.  El ímpetu asesino de Mora se convirtió en miedo, dio media vuelta y salió del salón sin decir nada.  El sensei McEwen no tuvo que decirle nada más; enfundado en su blanco Karategui y luciendo su flamante cinturón negro, no necesitaba un larguísimo discurso para ahuyentar a Mora o para animarme a mí.  Un verdadero karateka resuelve una situación de conflicto más fácilmente actuando como Ghandi que imitando a Bruce Lee.

    Después de ese incidente Mora no volvió a molestarme, ni a dirigirme la palabra siquiera.  El sensei tampoco se refirió nunca al incidente, y yo pude seguir mis años de secundaria tranquilito, teniendo presente no volver a jugar fútbol, y preguntar siempre quiénes iban a formar parte del elenco en cada obra de teatro en la que participé en los años posteriores.  El sensei McEwen me enseñó puños, patadas, defensas, katas y técnicas de combate, cómo no, pero lo que más valoro de todo lo que aprendí de él fue que hay que defender al débil, y que a veces no hay que dar un solo golpe para ganar un combate.  En cada lugar del mundo en el que ha estado (sé que ha trabajado como educador y religioso por lo menos en 4 de los 5 continentes), el sensei McEwen ha formado a muchos jóvenes con los mismos valores, transmitidos con su ejemplo y con la enseñanza del Karate-do.

    Como ocurre con la mayoría de mis excompañeros de colegio, poco sé de lo que pasó después con Mora.  Si hemos de confiar en el omnisciente Google, alcanzó el grado de teniente del ejército. ¿Qué otra carrera podría escoger un bravucón?

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